< El Hombre y El Discipulado >



Cuando Jesús finalizó su ministerio terrenal, nos traspasó la carga por alcanzar a los perdidos. Esta es la mayor responsabilidad que pudiera habernos dejado, ya que sería el eje sobre el cual girarían todas las actividades de la Iglesia. Cuando nos dijo: “… id, y haced discípulos a todas las naciones ( ethnos = pueblos, razas) , bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19). Este mandato es popularmente conocido como “La gran comisión” .
A lo largo de su historia, la Iglesia ha pasado por tiempos de avivamiento donde esta sentencia llegó a ser una realidad. Pero también pasó por otros en los que ni siquiera se la consideraba como una prioridad, limitándola a una serie de actividades programadas con la finalidad de suplir los vacíos que surgían en las agendas anuales de las diferentes organizaciones. Aunque la tarea de alcanzar a los perdidos nunca se detuvo por completo, hubo momentos en los que simplemente fue considerada como una actividad más, pero no como “la” actividad que reflejaba su razón de ser.
¿Dónde están los perdidos?
Esto nos lleva a redefinir el concepto de “perdidos”. ¿Quiénes son? ¿Dónde se encuentran? ¿Cómo llegar a ellos de manera eficaz? Tradicionalmente dirigimos nuestros programas de evangelismo hacia las personas que no asisten a nuestras congregaciones, porque interpretamos que no conocen a Dios. Pero la realidad del párrafo anterior nos golpea de manera contundente: ¿Es suficiente con que una persona levante su mano en un servicio y confiese que Jesucristo es su Salvador? Por cierto que no. Ese es el comienzo de una nueva vida, pero a menos que esa vida crezca de manera progresiva en el conocimiento de la persona de Jesucristo, jamás podrá hacer de Él su Señor.
Esa es la gran diferencia entre ser un simple creyente y ser un discípulo de Jesucristo. Los altibajos en el desarrollo del mandato que nos dejó el Señor, son el reflejo de esta realidad. La mayoría de las personas que habitan nuestras congregaciones se contentan con ser creyentes, pero no asumen el compromiso mayor que los llevará a ser discípulos multiplicadores de la Gracia que recibieron. Para que esto llegue a ser una realidad tangible, es necesario que enfrenten un proceso de quebrantamiento, a través del cual renunciarán a continuar decidiendo el rumbo de sus vidas. Impartir vida es una condición esencial de la nueva criatura.
¿De qué Jesús está enamorado?
La Palabra describe las dos condiciones (mutuamente excluyentes entre sí) en las que se encuentran todos los hombres que pisan esta tierra. El pasaje de 1 Corintios 15: 45-50, refleja esta realidad: “…Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial. Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción ” (énfasis añadido)
Es muy común escuchar la frase “estoy enamorado de Jesús”, en labios de los hijos de Dios. Pero una de las situaciones más problemáticas que pueden suceder en nuestras congregaciones, es estar enamorado del Jesús equivocado. El apóstol Pablo lo definió con total claridad: Para manifestar al celestial, hay que ser conciente de la naturaleza que nos ha sido impartida . Nadie puede dar lo que no tiene. Así que, una persona que asiste regularmente a nuestros servicios, diezma, ofrenda, tiene una buena conducta, es buen padre, buen vecino, honesto, trabajador, etc, generalmente será considerado como un buen creyente. El problema es que Jesucristo no nos llamó solamente a ser buenas personas, debemos ser dadores de vida , porque esa es Su naturaleza.
Los que se enamoran del Salvador…
Muchas personas se conforman con hacer de Jesús su Salvador personal. Los discípulos de Jesús estaban enamorados del Maestro. Eran compañeros, viajaban juntos y compartieron sus vidas la mayor parte de los tres años que duró Su ministerio. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que estaban enamorados de la persona del Maestro. Pedro no dudaba en demostrar su fidelidad cada vez que tuvo una oportunidad. Más aún, fue el primero que declaró que Jesús era el “Hijo del Dios viviente”. Pero en la siguiente declaración, el mismo Señor lo reprendió porque reconoció a satanás operando detrás de sus palabras.
Juan era el discípulo que mas amaba a Jesús, hasta el punto de recostar su cabeza sobre su pecho, pero cuando se incorporaba, no dudaba en tratar de sacar ventaja de su relación de amistad con el Señor, proponiéndole un arreglo político para que él y su hermano se sentaran a su lado en el nuevo Reino. Jesús mismo los llamaba “hijos del trueno”, por su carácter nada apacible.
Esto demostraba que sus vidas eran gobernadas por la naturaleza terrenal. Las personas que se enamoran solamente del Jesús Amigo, Maestro, Salvador, Compañero, etc., obedecerán a Sus palabras solo cuando lo crean conveniente. Aún están en condiciones de decidir la dirección que tomarán sus vidas. Como toda decisión que se toma en la carne, generará corrupción. Los mismos discípulos que le juraron fidelidad eterna al Mesías, estaban negándolo solo unas pocas horas mas tarde. Esa es una de las manifestaciones de la naturaleza terrenal que gobernaba sus vidas.
Los que se enamoran del Señor…
Muchos años después de la muerte y resurrección de Jesús, el anciano apóstol Juan se encontraba exiliado en la isla de Patmos. El pasaje de Apocalipsis 1:9-18 relata una experiencia que le reveló otra faceta de Jesús: “Yo Juan, vuestro hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino reino y en la paciencia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta que decía: Yo soy el Alfa y la Omega , el primero y el último . Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia: a Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea. Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre , vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas, de su boca salía una espada aguda de dos filos y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando le vi, caí como muerto a sus pies . Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades ” (énfasis añadido)
Sorprendido por el Maestro…
Aparentemente, ese encuentro con Jesús sorprendió a Juan en gran manera. El apóstol se encontraba preso en la isla por causa del ejercicio de su ministerio. Haber sido un testigo fiel y comprometido con el Reino de Dios, determinó que el Imperio lo condenara a vivir en ese lugar remoto. No tenemos muchas referencias históricas de lo que sucedió en la vida de Juan desde los comienzos de su ministerio en el libro de los Hechos, hasta el libro de Apocalipsis, cuando era ya un anciano. Pero lo que podemos corroborar por medio de este relato, es que había una faceta de Jesús que hasta ese momento desconocía. Sus mismas palabras describen a alguien “semejante al Hijo del Hombre” . Pero Jesús mismo tuvo que identificarse, ante la perplejidad del apóstol.
El relato dice: “Cuando le vi, caí como muerto a Sus pies”. ¿Qué fue lo que realmente vio Juan? ¿Acaso no era el mismo Jesús sobre quien reposaba su cabeza? Juan tuvo una revelación sobrenatural de la naturaleza celestial del segundo Adán. Eso determinó que “cayera como muerto” . Cuando Jesús puso su mano sobre su cuerpo y entró en contacto con él, pudo comprender que había un nivel de revelación de Su persona que hasta ese momento desconocía. Él no era solamente su Amigo y Salvador, allí se presentó como el Rey de reyes y Señor de señores. Juan acababa de recibir la revelación de Jesús como su Señor. Ese encuentro marcó un nuevo comienzo en su ministerio. Cuando Juan salió de la isla de Patmos, había sido transformado en una persona completamente diferente.
Más allá de la obediencia natural…
Sin lugar a dudas, cuando Juan cayó como muerto a los pies del Señor se dio cuenta que ya no podría elegir más. La obediencia absoluta e incondicional, es la condición de vida de un verdadero discípulo de Jesucristo. Eso lo habilitará para ser un canal a través del cual se manifestará la naturaleza del Celestial porque sus decisiones no estarán corrompidas o influenciadas por su carne. Un creyente ofrenda, asiste a los servicios, diezma, ora, predica y se involucra cuando quiere, pero un verdadero discípulo no tiene esta clase de opciones. Desde ya que la decisión de asumir uno u otro rol dentro del Cuerpo de Cristo es personal.
“Usted decide si sus días dentro de la Iglesia transcurrirán como un creyente más o asumirá su rol como discípulo multiplicador”
Mucho más que una sugerencia Divina…
Jesús dijo lo siguiente: “ ¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (Juan 4:35). Esto es mucho más que una sugerencia Divina, ¡es un mandato irrevocable! Una de las cosas que cualquier agricultor jamás debe desatender es el tiempo de la cosecha. Allí no se puede esperar ni demorar la faena porque se corre el riesgo de perder toda la producción. En los países donde la actividad agrícola es intensa, al llegar la temporada de la siega, suelen verse una gran cantidad de obreros que migran de un Estado hacia el otro, con la finalidad de participar en la recolección del fruto de la tierra.

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